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Milva, la cantante de Haedo

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Haedo tiene tren, no tiene tranvía -igual que Santa Marta-  y no sé si tuvo. También tiene cine, un túnel, una universidad, un hospital. Tiene la avenida más larga que, cuando se curva, le da paso al viento. En esa curva siempre hay fresco aunque el calor sea un bloque de cemento sobre la cabeza, metros más allá. Haedo es una localidad del conurbano oeste; es parecida a un barrio, como un barrio es parecido a un pueblo. Y como toda localidad conurbanense, como todo barrio y pueblo, Haedo tiene sus personajes idiosincráticos, folclóricos. Dicen que se llama Silvia, también Lidia. La nombran con variados apelativos, algunos no muy discretos. En adelante la llamaremos Milva. Para identificarla, se puede decir que es la mujer que canta ópera en las calles de Haedo, la que va con su pavita y su mate, la desabrigada durante todo el año. Con esos pocos datos, los que la conocen, ya tendrán introducción suficiente. Milva es una mujer menuda, de más de cuarenta o quizás, más de cincuent

Allí donde estés

Ya te bañaste, te fregaste bien la mugre con la esponja. Un buen rato estuviste bajo el agua caliente, con el chorro de agua percutiendo tu cara. Ya te vestiste, te pusiste la ropa nueva que te dejó tu mujer sobre la cama antes de irse. Te saludó cuando ya estabas en la ducha; tuvo la discreción de dejarte solo, de venir a controlar que todo estuviera en orden, que la mucama haya dejado en condiciones la casa, habitable de nuevo. Tu mujer tuvo a bien pedirle a la mucama que siguiera viniendo estos años que no estuviste. Había que mantener la casa limpia y ordenada, que a vos te gusta así, aunque no estés. Tu mujer, pensás y sonreís, ahora, mientras hacés girar el hielo del whisky en el vaso de boca ancha, con el fondo de Carmina Burana sonando al aire, ya no en los auriculares como hasta ayer. Tu mujer, pensás, que ya no es tal o sí, lo sigue siendo pero en otra casa. Porque ella sigue ocupándose de tu casa y tu vida, como todos estos años que no estuviste; hasta hoy mismo que tuvo el

Loli

Llegó a Santaclarina, una tarde de verano, justo a la hora que antecede a la noche; cuando los viejos se sientan en la vereda a tomar fresco, las mujeres salen a comprar para la cena y los jóvenes se muestran. Fue imposible que pasara desapercibido. Todos pudieron ver desplazar su humanidad, por primera vez, a través de la tintura roja del sol sobre las calles del pueblo. Su altura de apolo recortada en la luz, la escultura robusta de su torso, las piernas fuertes, las manos grandes, el pelo acariciando sus hombros y un inconfundible y definitivo vaivén de caderas. Todos pudieron verlo sin poder, sin querer resistirse al asombro. —Soy Loli, llegué. ¿Me esperabas?—increpó en la puerta, tras dos timbres cortos a Marité que sí lo estaba esperando. —Claro, Teresa me dijo que llegarías a esta hora. Perdón, yo soy Marité, un gusto—Loli la abrazó y lo que en un primer momento Marité interpretó como ansiedad, el tiempo le ayudaría a entender que así era la efusividad natural del joven. Lue

LCDTM o cómo puteamos

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¿Cómo insultamos los argentinos? Va de nuevo, ¿cómo puteamos los argentinos? ¿Qué términos elegimos para agredir? ¿A qué nos referimos? ¿Nos da lo mismo una palabra u otra? Somos mundialmente conocidos por el uso y abuso del boludo, derivado y transformación del che, sin embargo, fronteras adentro, ya no nos resulta demasiado efectivo el vocablo y preferimos otros, más adecuados. Los argentinos puteamos con contundencia, con sonoridad. Chasqueamos, frotamos, raspamos, explotamos. Puteamos como somos: ruidosos. Todos recordamos el discurso de Fontanarrosa en el Tercer Congreso Internacional de la Lengua Española, en el 2004, en Rosario. Entre otras genialidades, Fontanarrosa sostenía que el secreto y la fuerza de la palabra pelotudo radicaba en el fonema t. Es sabido que la palabra boludo hace rato ha dejado de tener un efecto insultante. Me pregunto si esa sedosidad en su pronunciación habrá influido. Las malas palabras y los insultos que usamos son escandalosos, audibles,

Escribir(nos)

Una nota de Daniel Gigena en La Nación, sobre voces de mujeres en la literatura argentina actual en la que tengo el orgullo de ser mencionada: http://www.lanacion.com.ar/1876519-mujeres-que-se-escriben

Escenas veraniegas de la vida familiar

El Sr. Xy llega, apoya la heladerita en la arena, clava la sombrilla y se va en dirección al mar. Se moja los pies, junta coraje y venciendo la temperatura fría del agua, va enfrentando una a una las olas hasta zambullirse por completo. Ahora decide salir y emprende el camino de regreso, ejerciendo una leve resistencia a la presión del mar al replegarse. Bajo la sombrilla ya está instalada su esposa, la Sra. Xx, terminando de poner el protector a cada zona de piel vulnerable al sol de cada uno de sus tres hijos. Cuando termina esta tarea y los chicos se disponen a jugar, ella se dedica a armar la mesa plegable, sacar de la heladerita los menesteres y preparar los sándwiches que conformarán el almuerzo programado para ese mediodía playero. Extrae del paquete la calculada cantidad de veintiséis rodajas de pan lactal, en función de la suma de lo que cada miembro familiar acostumbra a comer. Las unta con mayonesa e intercepta, entre cada par de rodajas, fetas de jamón y queso, proporcion

Crónica de un fracaso anunciado

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                                                      ¿Cómo se le dice? Ah, sí, una profecía autocumplida. Eso fue. Nunca tuve un espíritu deportivo. Mis dos mayores logros fueron ser elegida como defensa de pelota al cesto, en sexto grado de la primaria, en un único torneo entre escuelas y el elogio de mi profe de natación: “sos una buena pechista”, aunque jamás aprendí el estilo mariposa, en espalda era un queso y en crol, mediocre. Pero las crisis no pasan porque sí y el año pasado me propuse salir a correr. Estimulada por las fotos de amigos, conocidos e ignotos en Facebook, viendo la proliferación de carreras, una mañana, bien temprano, cuando mis hijas ya habían salido para la escuela, rompí con la inercia procastinadora y me fui a la Plaza Rivadavia. Empecé caminando, soy conciente de mis limitaciones. Ese primer día fue un éxito: alcancé a correr dos cuadras. Para mí, eso fue como haber escalado el Everest. Las dos semanas siguientes fueron una cosecha de éxitos. Había